A Débora la mató una violencia de la que no era parte, no era para ella
El crimen de Débora Natalia Fernández, una emprendedora social de 30 años acribillada el martes en la casa de su madre en barrio Godoy, golpeó con la fuerza de una interpelación a sus compañeros del centro cultural «La Trinchera», donde trabajaba con entusiasmo en un taller de sublimado de remeras y banderas para el plan Nueva Oportunidad. «Cada velorio, cada muerte violenta de jóvenes, delata que quienes pensamos la política pública con las mejores intenciones a veces estamos lejos de la realidad en la que viven algunos sectores populares de la ciudad», dijo procesando la pérdida Luciano Vigoni, director del Programa a nivel municipal, que este año pondrá el foco en la población de jóvenes «en riesgo» heridos con armas de fuego o encontrarse en tránsito dentro del sistema penal.
Débora se había acercado hace tres años al centro cultural «La Trinchera» de barrio Godoy. Era una chica activa, frontal, solidaria. Se anotó en un taller de costura que luego se convirtió en un emprendimiento colectivo de sublimado de remeras. Trabajaba de 8 a 12 por dos mil pesos mensuales, pero si tenía que quedarse ocho horas para terminar un encargo, recuerdan sus compañeros, «lo hacía con ganas». Era mamá de Benjamín, un nene de 8 años al que cuidaba con devoción y que no se despegaba de su lado.
Con el grupo de «La Trinchera» habían pasado los últimos meses respondiendo a numerosos encargos. Entre otros trabajos estamparon banderas para la Bolsa de Comercio de Rosario y con las ganancias del taller pudieron pasar la pasada Navidad con buena comida y regalos para la familia. Así se lo contaron a una periodista de La Capital que el 15 de enero llegó a conocer el lugar donde unos 30 jóvenes se capacitan, además, en herrería, reparación de acondicionadores de aire y serigrafía.
Mónica Rossi, una de las coordinadoras del espacio, contó que Débora «estaba feliz con esa entrevista» que la hizo soñar con transmitir su experiencia. Ese día, con el pelo recogido en un rodete, posó con una sonrisa tímida para la foto que dos meses después ilustraría la crónica de su muerte.
Cuarentena fatal
El crimen fue el martes a la tarde. «La Trinchera» había entrado en cuarentena un día antes por la pandemia de coronavirus y Débora estaba de visita con su hijo en la casa de su mamá, en Colombres entre Forest y White. Ella y el nene vivían a la vuelta, por calle Forest.
Alrededor de las 14.30 un auto frenó frente a la casa, un hombre bajó y tocó timbre. Algunos vecinos dijeron que llamó a Débora por su nombre. Ella abrió la puerta y fue recibida por una ráfaga de balazos. Dos tiros la hirieron en el pecho y murió cinco horas más tarde en el Heca.
A la hora de buscar explicaciones al ataque, la investigación a cargo del fiscal Ademar Bianchini se centró en uno de los hermanos de Débora, Darío David «Casquito» Fernández, preso en el pabellón 7 de la cárcel de Piñero. El muchacho cumple una condena por homicidio en el mismo lugar en el que están alojados Ariel «El Viejo» Cantero y otros presos de alto perfil. Unas horas antes del crimen, «Casquito» le mandó un mensaje a su madre preguntando cómo estaban y diciéndole que se había mandado una «cagadita». Esta situación, que se está investigando, era hasta ayer la hipótesis más firme para saber por qué fueron a buscar y matar a Débora.
«No era para ella»
«Era una piba recontra alegre. Tanto ella como sus tres hermanos, pibes muy respetuosos. En algún momento ella comentó de otro hermano que estaba preso, pero muy por arriba. Hace tres años que participaba. Primero en el taller de costura. Se fue superando y pasó a estampado de remeras y después a la unidad productiva, un grupo que se está autogestionando», contó Mónica Rossi, técnica en Familia y Minoridad y una de las fundadoras de «La Trinchera». Un espacio que nació al calor de la crisis de 2001 y al que luego se sumaron talleres del Programa Nueva Oportunidad.
«Era una pibita joven, muy dedicada a su hijo. Ella entraba a la mañana y cuando tenían que entregar pedidos se quedaba hasta tarde. La última vez que la vi fue para carnaval, cuando se cortó la calle para una fiesta. A ella se le ocurrió poner un stand para vender sandwiches de milanesa y gaseosas con la hermana y estaba muy contenta porque les había ido bien. Así de emprendedora era. A nadie más se la había ocurrido algo así», recordó Mónica, que en medio de la cuarentena contuvo por teléfono y mensajes de WhatsApp a los compañeros de Débora y asistió a la familia en la gestión de un cajón y un espacio para el velatorio.
«Me da mucha bronca que pase ésto. Porque esta piba, como muchos otros, ponía todo. Tenía muchas ganas de salir. Y la mata una violencia de la que no era parte, que no era para ella», expresó. Según contó Mónica, «La Trinchera» fue variando con los años los grupos etáreos a los que dirigió sus esfuerzos. En los más recientes se concentró en la violencia de género y la situación de los jóvenes golpeados por disputas barriales o cooptados por el negocio narco.
«Hemos tenido pibes con cuestiones jodidas. Y aprendí que no hay pibe que se resista a ser alojado por alguien. Lo que veo últimamente es muchos pibes solos, sin adultos que cumplan el rol de cuidado. Chicos de cinco años, solos. Diez años atrás alguien los anotaba en un centro de salud y en la escuela. Ahora no hay un tránsito ordenado por las instituciones», observó la coordinadora, e indicó que las políticas de ajuste del macrismo marcaron un quiebre en el tejido social.
«Se cuatriplicó la cantidad de bunkers, de pibes que se dedicaron a esa economía delictiva y la cantidad de gente con hambre», enumeró. En paralelo remarcó «la indiferencia por el dolor del otro. Entre los pibes está de moda pegarse y filmarse para subir los videos a Facebook. Falta solidaridad genuina. Hay un montón de cosas que se pueden hacer. Pero tiene que haber un Estado que acompañe».
Otra muerte, el origen
Quizás Débora Fernández no llegó a saberlo, pero fue el crimen de una mujer el que disparó el inicio del Programa donde encontró su lugar en el mundo y que hoy continúa a nivel municipal y está en reconfiguración en la provincia. Fue en 2013, cuando en medio de una balacera entre bandas con trasfondo narco mataron a la militante social Mercedes Delgado en el barrio Ludueña.
«Aún estaba vivo el cura (Edgardo) Montaldo. Hubo una reunión con comunidades de base en el comedor donde colaboraba Mercedes y apareció una fuerte demanda para trabajar con jóvenes de 15 a 30 años por fuera de la escuela o del trabajo y en condiciones de vida muy desiguales evocó Vigoni, director del Programa. La única respuesta del Estado era la punitiva y el gobierno municipal empezó a pensar una política pública de otro tipo».
De los 300 beneficiarios en los comienzos, el programa creció hasta abarcar en 2019 a 17.800 jóvenes en la provincia, con una impronta educativa y de gestión colectiva de proyectos. El intendente Pablo Javkin le dio continuidad creando una Dirección específica dentro de la Secretaría de Desarrollo Humano y Hábitat. El plan funciona en la modalidad de talleres con docentes, dos acompañantes por grupo y un “tercer tiempo” como espacio de intercambio, formación y circulación de la palabra.
Para Vigoni, la baja en la tasa de homicidios en la población de varones de 17 a 24 años que se registró entre 2018 y 2019 en Rosario puede leerse, en parte, como un logro del programa. Que este año hará foco en los jóvenes más atravesados por lógicas violentas que los tengan como víctimas o como reproductores de dinámicas delictivas.
Cambio de mirada
“En Latinoamérica somos el espacio del mundo con el mayor nivel de desigualdad y donde la violencia juega un rol central, sobre todo entre los jóvenes. Pero a partir del vínculo humano se puede construir una subjetividad diferente y generar identidades que tengan que ver con el bien común”, apuntó Vigoni. El 80 por ciento de los acompañantes del Programa son miembros de organizaciones sociales, religiosas y políticas. Buena parte de los beneficiarios son jóvenes que han transitado por el sistema penal o están por egresar de establecimientos carcelarios. Es por esto que defensores, fiscales y jueces acuden al programa como una estrategia de intervención, más allá de la aplicación de una pena.
“El hecho de vincularse con la población que está en riesgo y trabajar cuestiones que no tienen que ver sólo con el oficio, sino con la existencia, es central para pensar la disminución de la violencia”, analizó Vigoni, para quien “existe mucha discusión sobre el aspecto jurídico de la pena pero nadie pone el acento en el proceso, en el tránsito. Muchos jóvenes salen a un territorio que es hostil, que sigue con la misma complejidad de antes. Pareciera que con la pena se resuelven todos los problemas y eso es bastante lejano de la realidad: salen con un destino laboral incierto, siendo una carga para la familia, con muchos impedimentos”.
En ese marco, y pese al mazazo que supone cada pérdida violenta, indicó que el acento está puesto en generar “otras formas de producir, que no sea la individualidad de salvarse solo, sino creando relaciones económicas cooperativas” que le hagan frente a la desigualdad. Esa que “explica en gran parte el fenómeno de la violencia” que sufren los y las jóvenes como Débora, sólo por haber nacido en un determinado territorio.