Un escopetazo terminó con la vida de un pibe de 20 años.

Fue en medio de un encontronazo con un vecino que, según testimonios, lo había provocado arrojándole una botella.

Los últimos momentos en la vida de Javier Iván Ojeda transcurrieron entre amigos, sonrisas y anécdotas de “fulbito” mientras volvían al barrio tras jugar a la pelota. En eso estaba junto a otras ocho personas, entre ellas uno de sus hermanos, cuando el destino le planteó la absurda zancadilla de cruzarlo ante Horacio C., un vecino calificado como “drogadicto y alcohólico” que residía en Gaboto al 4100. Cuando el grupo de amigos pasaba por delante de la casa de éste hombre, al filo de la medianoche, Horacio arrojó una botella de cerveza a los pies de los que pasaban. Y ante una reacción mínima de los caminantes tomó una escopeta perdicera calibre 16 y disparó contra Ojeda, quien tenía un hijo de poco más de un año. “Lo mataron delante de mi hermano de 18 años, que vio como le reventaron la panza de un escopetazo”, explicó una de las hermanas de la víctima, que fue trasladada en un auto particular al Hospital de Emergencias donde llegó sin vida.

Si Rosario no hubiera soportado a lo largo de este año 190 homicidios, el crimen de Javier Ojeda podría catalogarse con el sencillo mote de “absurdo”. Un sin sentido. Pero esta ciudad parece haberse acostumbrado a que los conflictos en sus calles se dirimen violentamente. Ojeda fue asesinado por un vecino “drogado y borracho”, como explicaron los familiares del muerto, que increpó a un grupo de nueve muchachos para luego disparar sobre uno de ellos con una escopeta perdicera. Un crimen, en apariencia, sin más motivación que la de un hombre que quería pelear y al que el destino le puso en su camino a “Javi” Ojeda y sus amigos. “Eran ocho o nueves pibes. Es un milagro que sólo estemos llorando a uno”, remató una de las vecinas del barrio Avellaneda Oeste.

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