Caída libre.
El escalador había tropezado con la misma cuerda que lo sostenía al ascender, y el precipicio azul se lo había tragado mientras trepaba al Monte Blanco¹. Apenas recordaba la pared de hielo bajo sus pies, y pensaba que estaba muerto, porque se encaminaba hacia el extremo opuesto que tenía delante, y la curiosidad por llegar a esa boca brillante, que consideraba una salida, podía más que el deseo de volver atrás donde estaba su pasado. Se desplazaba por un pasadillo muy iluminado a velocidad extrema. Sin embargo, sus manos tenían sensibilidad y sus ojos parpadeaban sorprendidos por tanta luz. Su memoria se iba desvaneciendo, y consideró que la misma era un lastre innecesario en ese trance extraño. Tampoco podía mirar hacia atrás, y aunque no era posible precisar la velocidad con que se desplazaba, intuía que la luz lo arrastraba con la misma energía que envolvía el agujero sin contorno visible. No había rutas en el espacio, y se sentía liviano. Veía a través de ese agujero con forma de embudo las estrellas y otros mundos lejanos. En su carrera, los cuerpos celestes dejaban de ser misteriosos puntos, y el alpinista podía descubrir su textura y su colorido como si esas estructuras estuvieran a escasos metros de su paso. “Estoy muerto” volvió a repetir cuando el viento helado dejó de zumbarle en los oídos, y se volvió calmo y fresco. Fue entonces que él vio el lago Lemán y la primavera brotando en plena plaza de Ginebra. Desorientado, se acercó hasta la famosa casa de relojería que ocupaba la ochava frente al parque, y comprobó que había regresado, pero veinte años después de su aventura en los Alpes suizos.
Por : Lilian Cheruse, Vueltas Locas, ed. Cuenta Conmigo, 2018 / MR Servicios Audiovisuales.